Primeros capítulos de «El lado oscuro»
PRIMEROS CAPÍTULOS DE MUESTRA
PRÓLOGO
▪
Centro
espacial Kennedy, Florida, Estados Unidos.
23
de abril, 2031.
Hacía sesenta y dos años que se había hecho el primer alunizaje. Desde entonces, se habían iniciado multitud de proyectos. En 2019, se puso de nuevo la vista en la Luna con el proyecto Artemis. Para 2024 estaba programado el siguiente aterrizaje en la superficie lunar, pero no se llevó a cabo hasta un año después.
Con el paso de los años, la evolución del cambio climático sería
tan catastrófica y agresiva que desaparecerían las costas con la subida del
nivel del mar, consecuencia del deshielo. En zonas cálidas se llegarían a
alcanzar temperaturas superiores a los cincuenta grados Celsius, lo que
provocaría la desertización, numerosos incendios forestales y la huida de
millones de personas hacia países alejados de la línea ecuatorial. La
contaminación había aumentado lentamente durante el siglo XXI, no obstante, en
el último lustro había subido de manera peligrosa, lo que ocasionó la inmediata
puesta en marcha de la misión Ares 9.
El programa Ares había empezado once años atrás con la idea de
colonizar el planeta Marte. Hacía cinco meses que se había enviado la nave
tripulada con quince personas como prueba para colonizar el planeta rojo en un
futuro. Era la primera tripulada por el ser humano. Les faltaban unas escasas
semanas para llegar a poner en órbita el vehículo espacial.
En la sala de comunicaciones se hallaban muchos empleados de la
NASA, entre ellos la ingeniera Hazel A. Ratchford, el científico James Feeney y
la comandante Jessie Kramer. Todos supervisaban el viaje y se aseguraban de que
todo estuviera en orden.
Los ingenieros operaban detrás de sus ordenadores cuando saltó una
alarma. De repente, la voz del astronauta Michael T. Davis, que lideraba la
aeronave, no trajo buenas energías entre los presentes en la enorme habitación.
—Comandante Kramer, hemos detectado algo inesperado.
Las miradas entre Ratchford, Feeney y Kramer estuvieron cargadas
de tensión. A la ingeniera le empezó a temblar el pulso y enseguida se acercó
al ordenador de la mesa que estaba sobre el tablado, donde se situaba el
personal que encabezaba la operación.
Kramer pidió ver lo que ocurría.
—Kramer al habla. ¿Puede darnos más detalles?
El profesor Eric Fischer, que estaba también sobre la tarima, puso
en pantalla la transmisión en directo desde la cabina de la nave. No se veía
nada extraño. Se había formado un pequeño silencio hasta que Davis volvió a
hablar.
—El Círculo lo está estudiando. Por ahora, creemos que se trata de
una caída brusca de la temperatura, pero no podemos verificarlo.
El Círculo constaba de los principales ingenieros y científicos a
bordo de la nave que dirigían y estudiaban la misión Ares 9. El científico
Feeney, hasta entonces con la mente en otro lugar, volvió en sí. Pensó en
extraños fenómenos, ninguno le cuadraba y ninguno se situaba tan cerca de la
nave. Lo habrían previsto antes de lanzar el cohete. Era teóricamente imposible
y el científico lo sabía.
—Disculpa, ¿qué? —logró sacar de su garganta.
—Esperen, ¿qué está ocurriendo? —El astronauta había dejado el
micrófono conectado y se escuchaba la voz de la astronauta Alejandra Ávalos
entre un barullo.
Las tensiones se habían disparado entre los científicos que
componían el Círculo. La conexión comenzó a fallar. En la sala de
comunicaciones de la NASA corrían los empleados de un lado para otro, buscando
respuestas con inquietud. La comandante Kramer solicitó un análisis inmediato.
A Feeney parecía que le iba a dar un soponcio en toda regla.
Estaba blanco como la pared. En el fondo, sabía que la misión era demasiado
complicada y que surgirían diversos problemas durante el viaje. Era una nave
muy grande y difícil de manejar. Sin embargo, albergaba una gran esperanza en
que pudiera llegar al planeta rojo con todos sus tripulantes a salvo.
Cuando la comunicación regresó, el miedo se extendió por toda la
NASA.
—Estamos siendo arrastrados. ¡Detengan los motores! —gritó Ávalos.
—¿Qué es eso? —Se oía de nuevo a Davis.
Las interferencias bloquearon las voces.
La ingeniera Ratchford revisaba los planos de los módulos del Ares
9 en un intento de tranquilizarse. Nada podía fallar justo en ese momento.
¡Sólo quedaban unas semanas! El proyecto había ocupado todo su tiempo, su vida
social, su familia, todo lo había dejado a un lado por Ares. No podía creerse
que una simple bajada de la temperatura destrozara el trabajo por el que tanto
había luchado en la última década.
El profesor Eric Fischer mostró en una pantalla las imágenes del
suceso, esa vez desde uno de los telescopios que pusieron en seguimiento. Se
observó cómo la nave se desviaba de su trayectoria en dirección al exterior del
sistema solar.
—¡Es imposible! ¡¿Cómo que se ven arrastrados?! —explotó
definitivamente el científico. No podía dar crédito a lo que el astronauta
Davis le había comunicado ni tampoco a lo que estaba viendo. ¿Eran atraídos por
una fuerza invisible? Era imposible no haberlo detectado durante la
planificación. No sabía de dónde había aparecido y, de haber estado ahí antes
del despegue, no sabía cómo se había formado tan rápido. Era inexplicable, daba
igual las vueltas que le diera en su cabeza, no podía existir tal cosa. ¡Claro!
»Debe de haber una explicación, eso no puede existir, es imposible
que haya aparecido de repente, es imposible que se acabe de formar, que no lo
hayamos visto antes, que esté ahí en medio —decía sin ataduras mientras meneaba
las manos en el aire—. Lo estudiaré. No puede ser así.
Pero ya era tarde. Estaban perdiendo la conexión con la nave.
—¡Activen la maniobra de evasión! —ordenó Ávalos—. Estamos siendo
abs…
De manera permanente, se cortó la comunicación. Todos observaron
atónitos desde de la pantalla cómo la nave desaparecía a través de un agujero
invisible sin dejar rastro.
Al instante, la comandante Kramer tenía el análisis en sus manos.
La australiana Chloe Gunson, a la cual conocía desde hacía más de treinta años,
era doctora en Física Teórica y era quien había redactado el informe y se lo
había entregado. Ella recogió en éste varias cosas, entre ellas, la existencia
de una región supuestamente temporal con temperaturas bajísimas, pues el dato
más bajo registrado fue de cero Kelvin en la superficie de la nave, todo un
récord.
—¿Una región fría? —cuestionó Kramer—. ¿Quieres decirme que este
proyecto ha desaparecido de los confines del universo y que además se va a
congelar?
—Si lo vemos desde un punto de vista teórico, toda materia no
puede desaparecer sin más, así que es muy probable que la nave…
—¡Es completamente imposible! No puede aparecer un agujero de la
nada y menos que se detecte en tan poco tiempo. Tiene que haber una explicación
—irrumpió Feeney.
Kramer estaba absorta observando de nuevo el vídeo. La nave no
había atravesado el agujero o lo que quiera que fuera, la nave había entrado en
él y había desaparecido. El científico Feeney no dejaba de parlotear con que
tenía que haber una explicación. Si de verdad la había, Kramer la quería. Y tan
pronto como fuera posible.
—Pues búsquela —le espetó tajante a Feeney, quién cerró la boca de
inmediato.
La comandante le pidió al profesor Fischer que pusiera en su
pantalla la imagen actual del lugar. La nave no estaba por ningún lado y, para
colmo, si había un agujero ahí no se podía ver.
—Quiero toda la información acerca de lo que ha podido suceder,
cómo no lo hemos detectado, qué diablos era eso, qué ha pasado con la nave…
Todo.
La comandante Kramer fue verdaderamente firme, pues no veía lógica
alguna a que un proyecto de tantos años se viniera a pique por algo que, en
principio, podría ser científicamente predecible.
CAPÍTULO 1
▪
¿Alguna
vez te has preguntado qué hacemos aquí? ¿Cuál es la razón de existir? A menudo,
me pregunto a mí misma cosas que no tienen respuesta. Mi mejor amiga me había
traído al último sitio del planeta donde me gustaría estar. Muchos decían que a
esa zona de Berkeley la gente iba únicamente por el alcohol y las drogas.
Aparqué el Tesla Model Y azul entre dos coches que parecían
relativamente nuevos. No quería que mi padre se pusiera histérico si alguno de
ellos me rayaba el coche al salir de la plaza.
Había un pub famoso llamado The Death’s Ballad. Apenas
llevaba abierto un mes. La cola se extendía hasta el parking que había
enfrente y nosotras éramos las últimas en llegar. Delante había un grupo de
chicos de nuestra edad. Fumaban algo que apestaba.
—Es cierto, no quiero morir, así que me quedaré fuera —declaré
abiertamente a Susan.
Noté que ella se hacía la loca y les preguntaba a los chicos de
delante si tenían fuego. Claramente ninguna de las dos tenía edad para comprar
tabaco legalmente, qué digo, ninguno de los que había a mi alrededor. Uno de
ellos le encendió el cigarrillo, ella sonrió y les dio la espalda. Su pelo
lacio se movió en el aire como en un anuncio de televisión.
—Tengo que encontrar a George antes de que me dé un síncope.
Necesito mi dosis diaria de belleza. No me culpes, Blair.
Para aclarar, George era el amor platónico de Susan. Sí, digo
«platónico» porque realmente lo era. Jamás podrían salir juntos por muchas
veces que ella se lo haya imaginado. Seré honesta, nosotras éramos las típicas
pardillas de instituto que se colaban debajo de las gradas para ver los
entrenamientos de fútbol y George no sólo pertenecía al equipo de fútbol, sino
que también era el capitán del equipo.
Además, George estaba por aquel entonces saliendo con Samantha. La
muy afortunada lucía un cabello rubio demasiado largo para mi gusto, pero que
parecía encantar a todos los chicos. Sus padres eran ricos y divorciados, todo
lo que pedía se lo daban y, así, vestía todos los días con tacones y modelitos
diferentes. Era la capitana del equipo de animadoras, para no variar.
Luego estaba Susan, que es hermosa y tiene un cabello pelirrojo que los deja a todos con la mandíbula por el suelo. Llevaba flequillo que casi tapaba sus ojos verdes tan bonitos. Sobre la nariz unas pocas pecas muy monas que sólo se veían de cerca. Digamos que no salía con George porque se juntaba conmigo: una nerd¹ en toda regla. Ello hacía que Susan también fuera vista como una nerd. Es lista y tiene un extra en su sociabilidad con la que a mí me falta.
Estábamos a punto de entrar cuando el portero nos detuvo.
—Sus identificaciones, por favor.
Lo que le faltaba. Susan no daba crédito a la situación, mientras
que yo me quitaba de encima el tener que entrar a ese local de mala muerte. ¡El
título lo dice todo! Sin embargo, Susan no es de las que se rinde fácilmente.
—Las hemos dejado en casa, no creíamos que fuera necesario. —Hizo
un gesto con la mano para señalar a toda la gente que nos rodeaba a la vez que
su otra mano se posaba en la cintura dando por obvio que casi todos eran de
nuestra edad y que habían entrado o entrarían después que nosotras.
El portero se cruzó de brazos.
—Me harías un favor, Nathaniel, si las dejaras pasar.
La mala suerte acababa de estallarme en la cara. El chico habló
con una firmeza absoluta en la voz, lo que dejaba claro que se conocían y que,
además, le debía un favor. Nathaniel puso los ojos en blanco mientras nos daba
paso con la mano, haciendo la vista gorda por enésima vez en toda la noche.
Susan juntó las palmas antes de poner un pie dentro de The Death’s
Ballad. Después, me arrastró consigo hacia dentro del local y se dejó caer en
uno de los taburetes libres de la barra.
—¡Estos tacones van a acabar conmigo!
Resoplé. Era la quinta vez que se los ponía y siempre terminaba
diciendo lo mismo.
—Si encuentro a George, me da lo mismo lo que haya entre él y
Samantha, lo besaré.
—Me parece increíble que pienses así. Ayer pasó por tu lado, le
saludaste y pasó de ti. Olvídale, hay millones de tíos en el planeta…
—Ninguno como él. Créeme, amiga, jamás encontraremos a nadie mejor
que él.
Habló en plural como si a mí me pareciera guapo siquiera. ¡Puaj!
Lo siento, quizás no me haya expresado mejor con lo que pienso: él no era el
más guapo de todo el instituto. Sólo por ser capitán ya lo ponían en un
pedestal, por favor.
Estaba absorta en mi pequeño mundo que únicamente me di cuenta de
que el chico que nos había facilitado el pase al pub estaba viniendo
hacia nosotras cuando ya estaba justo enfrente.
—Una noche fantástica, ¿no, chicas?
Oh, por Dios. ¡Era patético! Odiaba que los chicos que, sin
conocernos de nada, vinieran a ligar tan directamente porque eso sólo
significaba una cosa. Me di la vuelta para pedir algo o al menos fingir que
pediría algo. La camarera se pensó que iba a pedir algo, tal como yo quería que
pareciese, y se acercó a mí. Tenía infinidad de tatuajes por los brazos y el
pelo recogido en una coleta.
—¿Qué vas a pedir? —gritó entre el barullo con un marcado acento
inglés.
Antes de que pudiera abrir la boca, el chico pidió por mí.
—El especial de la noche.
Alcé una ceja y me volteé hacia él.
—¿Sabes qué? Me voy a buscar a George —dijo mientras se ponía los
tacones—. Sólo así le encontraré. Enseguida vuelvo —se bajó del taburete y se
mezcló con la gente del pub.
La observé atónita hasta que la perdí de vista.
—Aquí tiene.
Me volteé para ver como el chico pagaba la bebida y ponía dos
pajitas en el vaso.
—Por cierto, soy Ethan. ¿Cómo te llamas?
Bien. Después de haberme colado en la disco, después de pedir por
mí un cóctel que no quería, preguntó por mi nombre. La noche no podía ir a
peor.
—Blair. —¿Por qué le decía la verdad? No, peor: ¿por qué le
respondía?
—Un nombre precioso. —Me extendió la mano y se la estreché al
minuto de esperar que la retirara—. Encantado de conocerte. He de decir que me
has impresionado con tu carácter, pero me gusta.
—Ah, ¿sí? ¿Qué tal si dejas de flirtear conmigo?
Ethan levantó las manos en defensa y yo me crucé de brazos.
Resultaba emocionante la idea de que una friki como yo hubiera ligado con un
chico tan guapo. A ver, no era ciega. El chico era encantador, tenía unos ojos
azules claros que te atrapaban a millas que junto a su pelo corto y negro era
realmente atractivo. Además, por encima de la camiseta se notaba que iba al
gimnasio a menudo. Sin embargo, tenía algo claro y es que no me apetecía ligar
en ese local porque de ser así me tocaría volver y no quería regresar allí
jamás.
Él captó que lo estaba mirando y sonrió, pícaro, después de tomar
un poco del cóctel.
—¿Quieres probar? Es sin alcohol, si es eso lo que te echa para
atrás. —Puse cara de pocos amigos. Hablando de amigos, ¿dónde se había metido
Susan? Ethan me tendió la bebida rosada y añadió—: Sabe a frutas.
Cogí una de las pajitas rezando por que no fuera la que él había
chupado. Tomé un pequeño sorbo y lo saboreé antes de tragármelo. Era cierto.
Sabía a frutas, concretamente frutas del bosque. Mis preferidas. Pegué un
último trago antes de rechazarla para el resto de la noche.
—Te ha gustado, ¿eh? Puedes terminártelo.
Rehusé y me pedí una Coca-Cola.
—¿Por qué a los adolescentes os gusta venir a este lugar? —osé
preguntarle a Ethan.
Se rio por lo bajo.
—¿Me estás llamando adolescente? Tengo veinticinco.
Me atraganté con mi bebida. Se dio cuenta de mi reacción, ¡como
para no darse cuenta! Tosí muy fuerte durante medio minuto. Ethan se levantó
rápidamente a salvarme y me dio dos golpes en la espalda.
—Gracias —musité cuando pude respirar.
—¿Cuántos tienes tú?
—Diecisiete.
No di otro trago a mi refresco hasta que hubo hablado.
—No es para tanto, sólo estamos hablando. Qué exagerada.
¿Dónde estaba Susan? Debería ir a buscarla. Además, quería
deshacerme de Ethan lo antes posible. Me daba la sensación de que quería que
bailara con él la balada de la muerte. Además, a mis padres no les gustaba que
me juntara con gente mayor que yo porque algunos solían aprovecharse de nuestra
inmadurez, como decía mi madre.
—Voy a buscar a mi amiga. Hasta luego.
En verdad, quería decir «hasta nunca», no obstante, mis padres me
habían enseñado modales. Me levanté del taburete y me camuflé entre la gente,
suplicando que no me siguiera. Busqué en todos los rincones del pub y no
la vi por ningún lado. Por último, entré al baño y la llamé a gritos. ¡Diablos!
La llamé por teléfono en un rincón del aseo para que pudiera oírla
y respondió al segundo tono.
—¿Susan? ¿Dónde demonios te has metido?
—¡Blair! —exclamó con alegría—. Adivina quién ha cortado con
Samantha esta misma noche. ¡Lo he presenciado todo! Es de locos, ¿verdad? Pero
eso es lo menos importante. Después de la escenita, Samantha me ha visto y casi
me tira de los pelos. Menos mal que ha venido mi héroe a salvarme. Me ha traído
a casa. Lo siento, me ha preguntado y no le he podido decir que no. Su coche
huele de maravilla.
—Susan… ¿Estás segura de que no lo has soñado?
—¡Cómo lo voy a soñar, estúpida! ¡Estábamos en la discoteca!
—¿Has bebido alcohol? ¡Eres menor de edad!
—Que no. Mañana te contaré los detalles, tengo que colgar que mi
madre me va a matar por hablar por la noche. Un beso.
Colgó. Resoplé. Genial. ¡A lo mejor la mataba yo por dejarme sola
allí!
Me encaminé hasta la salida dispuesta a marcharme. Al salir, el
fresco de la noche me golpeó el cuerpo con un extraño alivio. Después de todo,
no quería venir y marcharme antes de las doce era lo mejor que podía haber
hecho. El lugar se suele poner bastante chungo en la madrugada.
Había más personas fuera del local que dentro y tuve que sortear a
varios grupos de amigos.
—¡Blair! ¡Espera!
Reconocí esa voz, la había conocido esa misma noche. Se trataba de
Ethan.
—¿A dónde vas? —me preguntó adelantándome el paso.
—A mi casa, donde debería estar.
—¿Ya te marchas? ¡Sólo son las once!
Seguí caminando hasta mi coche y se puso entre la puerta del
conductor y yo.
—¿Qué pretendes? —Estaba empezando a agotar mi paciencia.
—¿Puedes llevarme?
Se me heló la sangre.
—¿Esperas que suba a un desconocido en mi
coche? —pregunté casi en un murmullo, más para mí que para él.
—Por favor —suplicó juntando las palmas de las manos.
Di un resoplido. Puso ojitos y pestañeó varias veces seguidas. Mis
padres me habían enseñado bien que no debía ni subirme en coches de
desconocidos ni dejar que éstos se subiesen en el mío, bajo ningún concepto. A
Ethan hacía unas horas que lo había conocido. Negué con la cabeza.
—Venga, por favor. Si hago cualquier cosa rara paras el coche y me
bajo. Además, no vivo muy lejos. Te desharás de mí en menos de lo que canta un
gallo.
—¿Y por qué no vas andando si vives tan
cerca? —cuestioné claramente irritada.
Hubo un pequeño silencio que usé para apartarle y subirme al
coche. Arranqué el motor y sonó un ruido eléctrico. En ese tiempo Ethan dio la
vuelta al coche e intentó abrir la puerta del acompañante. No obstante, no se
abrió porque mi coche tenía un dispositivo de seguridad. Tocó con los nudillos.
Bajé un poco la ventanilla. Tampoco me sentiría bien si lo dejaba allí tirado.
—Dame una razón para llevarte y me lo pensaré.
—Necesito llegar rápido. —Echó un vistazo a las afueras de The
Death’s Ballad.
Lo de bajar la ventanilla fue un error mío, pues de un instante a
otro había abierto la puerta desde dentro y se había colado en mi coche.
—¡¿Qué haces?! ¡Baja ahora mismo! —le chillé a la vez que lo
empujaba con las manos.
—¡Acelera! —Apartó mis manos de su cuerpo para que las pusiera al
volante.
No sabía lo que me quería decir hasta que vi un par de tipos
viniendo a toda leche hasta mi coche. Aceleré a fondo y casi derrapé. Salí del parking
y me dirigí a Ethan:
—¿Puedes explicarme qué demonios estoy haciendo? ¿Quiénes eran
esos? ¿Venían a por ti? ¿Te has peleado con ellos?
Al ver que no respondía, volteé la cabeza hacia la derecha.
—¡Ethan!
—Venían a por mí. No sé qué quieren, pero venían a por mí —lo dijo
sin aliento, como si tampoco él se lo creyera, como si estuviera muerto de
miedo. El pánico me invadió. Quería ayudarlo, de verdad, pero no quería meterme
en problemas. Por lo que tenía que ayudarlo sin que terminara implicándome a
mí.
—¿Dónde está tu casa?
—No podemos ir a mi casa —sentenció y en la voz se le notó el
nerviosismo.
—¿Qué? ¿Dónde quieres que te deje entonces?
No respondió. Conduje por las calles sin un rumbo. Dando un par de
vueltas a manzanas de vez en cuando comprobando que nadie nos seguía. Cuando
habían pasado diez minutos, reparé en que había llegado a Pinewald.
—Si no me dices dónde tengo que dejarte, te bajas ahora mismo.
Frené de golpe en un semáforo en rojo.
—¡No! —Ahogó un grito, luego se dio cuenta de por qué me había
detenido—. ¿Dónde vives?
—¿Qué quieres? ¿Quieres dinero? ¿Acosarme? ¿De qué vas?
Se echó las manos a la cabeza.
—Nadie puede ayudarme —susurró para sí.
Ethan estaba poniendo a prueba mi paciencia. Solté el volante y
cuando lo hice me di cuenta de lo tensa que estaba. Pensé en que lo mejor era
dejarlo en un hotel y que pasara allí la noche si es que era cierto que no
podía ir a su casa.
—¿Por qué no puedes ir a tu casa? ¿Saben dónde vives?
Se encogió de hombros. Pensé que debía de estar en una especie de shock
porque antes no había dejado de hablar conmigo y en ese momento parecía que el
gato le había comido la lengua.
—Vas a tener que ser más específico.
—No entiendo ni yo las cosas, ¿cómo quieres que te las explique?
—Su voz sonó grave y severa. Se me pusieron los pelos de punta.
¿En qué momento acepté ir a The Death’s Ballad? ¿Por qué no me
había limitado a quedarme en casa? No, tenía que ir a sitios donde no debería
ir y hablar con desconocidos con los que no debería hablar. Para colmo, el
desconocido estaba en mi coche. ¡¿Qué estaba haciendo?!
—Perdona —suavizó—. Estoy intentando pensar.
—¿Te dejo en un hotel? —Negó con la cabeza.
Me puse en marcha. Seguramente hacía varios minutos que el
semáforo había cambiado de color. Menos mal que no había nadie detrás de mí.
Ethan sacó de su bolsillo un papel arrugado y lo alisó durante un minuto,
pensativo. Finalmente, me lo tendió y preguntó:
—¿Puedes llevarme hasta allí?
Frené en el arcén para leer la dirección. «County Route 530 hacia
Toms River», estaba escrito a mano. Lo introduje en el panel de navegación del
coche. Diez minutos de camino. Me incorporé a la carretera. Tras unos minutos
de silencio, habló despacio:
—Siento mucho haberte metido en esto. La verdad es que no tengo
amigos. Un tipo que conocí la semana pasada me dijo que encontraría un refugio
allí.
—¿Un refugio? ¿Para qué? ¿Te persigue una mafia? No quiero verme
involucrada…
—No sé qué es —me interrumpió.
Al cabo de un rato, pregunté:
—¿Estás seguro de que es por aquí? No hay nada más que bosque. ¿A
dónde estamos yendo? —El pánico se me subió al esófago cuando reparé en que
estábamos en mitad de la nada, ya casi habíamos llegado cuando paré en seco—.
Bájate ahora mismo.
No se movió.
—¡¡Bájate!!
Ethan me miraba impactado por mi repentino cambio. Tenía mucho
miedo, estaba en mi coche con un desconocido en mitad de la nada. ¿En qué
pensaba? Cogí el revólver de emergencia que llevaba debajo del asiento y le
apunté. Recordé las clases de tiro que había dado hacía un año.
Él se echó a reír.
—¿Qué haces?
—Baja de mi coche. Ahora.
Bajó con las manos en alto dejando la puerta abierta.
—Está bien. ¿Qué te pasa? —dijo una vez fuera. Salí del coche para
apuntarle mejor.
Un resplandor nos cegó a la vez que oímos un frenazo. Por
instinto, me protegí con los brazos. Los dos hombres de antes estaban en un
coche delante de nosotros ocupando toda la carretera. Ethan me gritó algo que
no entendí y se subió a mi coche. Uno de los hombres, el del pelo largo y rubio
oscuro, se acercó y abrió bruscamente la puerta de mi Tesla con tanta fuerza
que casi la descolocó.
El tipo de la melena sujetó a Ethan del cuello y lo sacó del
coche. Me encogí junto a la puerta, muerta de miedo y con el corazón latiéndome
muy deprisa. Después, lo estrelló contra el cristal, que se hizo añicos. Abrí
la boca. Mi padre me iba a matar si no lo hacían ya esos dos.
—Mátalo, él se lo ha buscado.
El otro era muy alto y corpulento y tenía pinta de que no se
andaba con bromas. Aún estaba paralizada por el pánico cuando sacó una pistola
y le clavó una bala en el corazón. No sé ni cómo me di cuenta de que había
empuñado el arma con la izquierda, supongo que aquella imagen nunca se me borró
de la retina.
Todo pasó tan deprisa que no pude reaccionar. Quise chillar, pero
el grito se me quedó atrapado en la garganta. Quise cerrar los ojos, pero se me
mantuvieron abiertos. Observé cómo Ethan caía al suelo sin vida. Acto seguido,
retrocedí agachándome aún más, tanto que perdí el equilibrio y caí de culo.
Alguien me chistó desde detrás.
Me di la vuelta, con el corazón latiéndome en el cuello. Un chico,
poco mayor que yo, con la tez ligeramente tostada y el cabello moreno, me instó
a que fuera con él. Estaba inmóvil ante la escena recién acontecida. Volví la
vista hacia Ethan y la pareja de mafiosos justo cuando sacaron un extraño
objeto y al encenderlo salió de él un rayo de color púrpura. Abrí los ojos,
atónita. ¿Acaso se trataba de la escena de una película?
Sentí primero que una mano me tapaba la boca y al segundo que un
brazo me agarraba por la cintura. Me llevó consigo a la profundidad del bosque
y no me esforcé por quejarme o por gritar porque tanto las palabras como las
emociones se habían quedado atrapadas en alguna parte de mí y no había manera
de sacarlas de allí. Estaba asustada, el corazón me latía a doscientos y me
sentía mareada.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que nos detuvimos. Me soltó y sentí
más pavor aún. No quería darme la vuelta, no quería enfrentarme a quién quiera
que fuera ese chico. No obstante, saqué fuerza de donde no la había para
voltearme.
Unos ojos de un casi imperceptible color castaño me penetraron y
sentí que las rodillas se me doblaban. Todo lo que había pasado… Dios mío. Las
lágrimas rodaron por mis mejillas.
—Pero ¿qué cojones te ocurre? ¡¿Estás
loca?! —cuestionó al aire con las manos tirándose del pelo—. ¿Quieres morir
acaso? Nunca me había encontrado con alguien tan irracional. Podría arrancarme
el pelo sólo de mirar la estupidez que casi cometes.
Se tapó
los ojos y acto seguido se restregó las manos por la cara. Noté dentro de mí un
arrebato de valentía, entre tanta desdicha, que en mayor parte fue el efecto
que surtieron sus palabras en mí:
—¿Quién
eres? —A continuación, bajé el tono y miré hacia donde habíamos venido,
abrumada—. Ethan… ¿Qué le ha pasado? ¿Quiénes…? ¿Quiénes han sido capaces de…?
—Se me rompió la voz.
Negó con
la cabeza y cerró los ojos durante un instante, ignorando todo cuanto sentía.
—¿Sabes?
No mucha gente tiene la misma suerte que tú de tener a alguien cubriéndole las
espaldas en el momento oportuno. Ahora entiendo todo. —Se rascó la barbilla—.
No, en verdad, no. ¿Qué tienes?
Murmuraba como para sí.
Su forma de hablar sobre mí me empezaba a incordiar, hacía como si
me conociese cuando en verdad no me conocía de nada. Aclaré mi voz y repetí la
pregunta:
—¿Quién demonios eres?
Negó con la cabeza.
—De demonio no tengo un pelo, pero como sigas así…
—¿Así cómo? —le interrumpí irritada—. ¡Acaban de matar a ese
chico!
Me tapó la boca tan rápido que callé de pronto.
—Ssh, nos van a oír.
Al ver que ya no decía ni una palabra, me soltó y se puso a mirar
su teléfono móvil. Como estaba distraído di media vuelta para salir de allí,
sin embargo, no caminé ni dos pasos cuando me retuvo cogiéndome del brazo.
—¿A dónde vas?
Me limpié las lágrimas.
—Mira, te agradezco que me hayas salvado, seas-quién-seas, pero
debo llamar a la policía e irme a casa. Voy a meterme en un lío.
Vaya, resulta que ya estaba en uno. Mi mente no reaccionaba. Lo
último que había llegado a ver es que prendían ese haz morado sobre el cuerpo
del chico justo cuando el coche de los hostiles me iba a tapar la siguiente
escena. Sólo quería marcharme a casa.
—Lo siento —pronunció con voz dulce. No esperaba que se
disculpase, había sido muy duro conmigo al recriminarme mi poca lucidez en
momentos de crisis—. Lo has visto todo y sé que es duro para ti, pero tienes
que saber cuándo reaccionar. Hoy podrías haber muerto.
No supe ni qué decir, así que me quedé en silencio. Mis ojos aún
estaban lagrimosos.
—Me llamo Elliot. —Alzó el brazo para indicar la dirección por la
que habíamos venido—. Te acompañaré.
—Pero no lo harás. Ya he tenido suficiente por hoy.
—No era una pregunta. Quiero asegurarme de que llegas sana y
salva.
Resoplé con disimulo. Lo último que quería era otro problema, pero
en cierto modo agradecía que hubiera alguien conmigo entre aquella oscuridad.
De no ser por él, el bloqueo emocional que tenía y la poca luz de la luna que
se colaba entre las copas de los árboles hubiera tenido un ataque de pánico
horrible. Anduve durante cien metros hasta llegar a la carretera, no recordaba
que nos hubiéramos alejado tanto. Elliot fue todo el rato un paso detrás de mí.
La mandíbula me rozó el suelo al ver mi coche.
—¡¿Qué?! No, no, no, no… ¡¡NO!! —Me llevé las manos a la cabeza—.
¿Qué le ha pasado a mi coche? Yo… Esto… Estaba… —tartamudeaba—. ¡Estaba bien!
Me giré hacia Elliot. No tenía manera de volver a casa. Mi coche
se estaba calcinando entre llamas de un intenso rojizo. El fuego se extendía
con una altura de varios metros e iluminaba toda la carretera desierta.
Me sorprendieron unas palmas que tiraron de mí y caí al suelo de
espaldas, seguidamente experimenté una extraña sensación cuando su cuerpo cayó
sobre el mío y lo que quedaba del coche explotó. Un fogonazo se prendió delante
de nosotros y nos cegó. Abrí los ojos sólo cuando Elliot articuló entre
dientes:
—Maldita sea.
Se apartó de mí y dio vueltas en el suelo hasta que el fuego se
apagó de su ropa. Cuando se levantó, se volteó y de milagro aún le quedaban los
calzoncillos. Me ruboricé de inmediato. Su piel lucía un color negro
chamuscado.
—¡Date la vuelta!
Se dio la vuelta, sin embargo, vio mi cara sonrojada y se arrancó
la camiseta con una pequeña sonrisa. Tenía nos pectorales perfectos y algo
manchados del negror de la humareda. Si no llega a ser por todo lo que
aconteció aquella noche, se me hubiera caído la baba al suelo. Su pelo castaño
estaba ondulado y magníficamente despeinado. Vamos, que se veía irresistible.
Sus ojos más oscuros a causa del incendio de detrás.
—¿Estás bien? —Su voz sonó preocupada y tan suave como el
terciopelo.
Me había quedado embelesada.
—Sí, sí. —Asentí a la vez que hablaba y aceptaba su mano para
levantarme, luego salí de mis ensoñaciones y me alarmé—: ¡Para nada! ¿Por qué
han quemado mi coche?
—Eso te pasa por montar a desconocidos.
—¿Cómo voy a volver a casa? —Manifesté frustración máxima.
Elliot movió los dedos índice y corazón como si fueran dos piernas
y las hizo caminar por el aire. Negué con la cabeza. ¿Cómo iba a caminar hasta
casa a esas horas? Tenía dos opciones: pedir un taxi o llamar a mis padres para
que me recogieran. Bien, ninguna de las dos opciones era viable pues mi móvil
iba en mi bolso, o sea, dentro del coche. Perfecto. Había pasado de estar con
un desconocido llamado Ethan a estar con otro desconocido llamado Elliot. Mi
mente se detuvo en Ethan.
—¿Sabes por qué le han disparado? —pregunté en un hilo de voz,
después de buscar con la mirada su cuerpo y no encontrarlo por ninguna parte.
Tardó en responder.
—Será mejor que empecemos a caminar. —Me dio paso con la mano y
bajé por la calle por donde había venido, él se puso a mi lado—. Yo tampoco sé
muy bien qué es lo que ha pasado.
Quise saber la hora, sin embargo, no tenía móvil. Mis padres iban
a castigarme seguro. Primero había incendiado el Tesla y con él mi móvil.
Hurra, acababan de quemarse cincuenta mil dólares. Después de andar en silencio
durante media hora, llegamos a la altura de la comisaría de policía de
Berkeley. Tomé a la derecha y enseguida Elliot replicó:
—No creo que vivas por ahí.
—Tenemos que decirle lo que ha pasado a la policía. Lo han
asesinado, han quemado su cuerpo y mi coche.
—No te creerán. ¿Acaso tú misma te crees lo que has visto?
Lo cierto es que no. Ni yo misma era capaz de creerme lo que había
visto. Le habían disparado, luego su cuerpo no estaba. Como si no hubiera
sucedido nada. No era posible hacer desaparecer un cuerpo sin dejar rastro.
Habría sangre, seguro. ¿Acaso estaba teniendo una pesadilla? No recordaba haber
llegado a casa y haberme tumbado en la cama. Estaba claro que aquello era real.
Y si era real tendrían que creerme. Mi coche estaba ardiendo y tenía que haber
sangre del disparo, esas eran dos pruebas irrefutables.
Seguí caminando y Elliot me acompañó el paso.
—Me va a divertir ver cómo haces el ridículo en comisaría. —Sonrió
con malicia.
Las puertas se abrieron y entré. Todo era de mármol claro y daba
la impresión de que entraba a un hospital. No había muchas personas por el
lugar dada la hora. Me acerqué al mostrador y esperé a que la señora dejara de
ver el episodio de una serie en su móvil.
—Disculpe, ¿necesita ayuda?
Miró de arriba abajo a Elliot y luego a mí, puso cara de horror.
Miré mi reflejo en el cristal y me tragué un grito. ¡Qué pelos! Todo mi
precioso pelo ondulado estaba hecho una maraña. Tenía la cara con un ligero
negror. Como si acabáramos de salir de una película de miedo, miré a Elliot y
reparé en que únicamente llevaba encima unos pantalones que ni siquiera le
cubrían todas las piernas, pues por detrás estaban desgarrados.
—¿Qué os ha pasado? —inquirió la recepcionista.
—El coche nos ha fallado y cuando íbamos a mirar qué le ocurría
comenzó a arder y explotó —declaró Elliot cuando me disponía a contarle la
verdad.
Lo miré queriendo atravesarle con un rayo láser. Rápidamente, la
señora activó el pinganillo y llamó a alguien. Volví la vista al extraño que me
había salvado.
—Eso no es lo que ha pasado —proclamé vislumbrando sus ojos que se
habían vuelvo más oscuros con sólo mirarme—. Señora, unos hombres me han
atacado a mí y a otro chico y lo han asesinado. —Mi voz se quebró mientras
comenzaban a salir algunas lágrimas—. No podrán encontrar su cuerpo porque lo
han quemado con…, con no sé muy bien qué, pero estoy segura de que habrá
rastros de sangre. Después, ha aparecido Elliot y me ha arrastrado hasta el
bosque. Cuando he regresado al coche estaba en llamas. Han sido los hombres
quiénes les han prendido fuego y entonces ha explotado.
La cara de la señora se tornaba cada vez más arrugada y finalmente
su ceja casi le llegó a la parte superior de la frente. Se echó a reír cuando
terminé. Me dirigí a Elliot y lo fulminé con la mirada.
—No se ría. ¡Podrían haberme matado a mí!
Estaba realmente molesta por su reacción. El alguien al que había
llamado se acercó a nosotros con exclamaciones.
—¡Vaya! ¡Esto sí que no me lo esperaba! ¿Qué es lo que ha
ocurrido? No hemos detectado ninguna alarma de incendio.
—Eso es porque ha ocurrido en mitad de la nada —repuse antes de
que Elliot hablara. Se quedó callado ante mis palabras y no me extrañó, pues
seguramente se estaba partiendo el culo ante lo que había contado y cómo la
señora se había reído en mi cara. «Me va a divertir ver cómo haces el ridículo
en comisaría», me había dicho minutos antes.
—Dígame el lugar. —El policía sacó una libreta de su bolsillo
trasero y cogió uno de los bolígrafos que llevaba en el cosido por fuera de su
camisa. Le di la dirección del cruce donde nos habíamos bajado Ethan y yo—.
Mandaré una patrulla. De mientras, podéis sentaros y llamar a alguien que os
recoja. ¿Tenéis heridas? ¿Necesitáis una ambulancia?
Ambos negamos con la cabeza, así que nos tomó los nombres y volvió
a su despacho.
Me acerqué a la cabina y marqué con temblor el número de mi padre.
Contestó al tercer tono.
—¿Diga? Blair, ¿qué haces que no estás en casa ya?
Tenía dos opciones: decirle a mi padre que el coche se había roto
y había empezado a echar fuego, luego las baterías habían explotado; o podía
decirle la verdad y que me castigara durante un año por supuestamente
inventarme tal cosa. De todos modos, me castigarían, así que… Decidí ir al
grano porque estaba cansada y quería irme a casa pronto:
—Papá, mi coche ha explotado. Estoy en comisaría.
Aparté el altavoz de mi oreja cuando comenzó a gritar. Intenté
taparlo, pero ya era tarde. Elliot se estaba riendo a carcajadas desde las
sillas de al lado. Rodé los ojos y volví a ponerme al teléfono. Quizá no
debería haber sido tan directa.
—Papá…
—¡Voy ahora mismo!
Colgué y dejé escapar un suspiro. Al fin y al cabo, se tendría que
enterar de una manera u otra. En verdad me dio mucha pena perder mi Tesla.
Había sido mi primer coche.
Me senté dos sillas más acá de Elliot. Continuaba enfadada con él
por haber mentido a la policía, pero sobre todo por haberse reído de mí. Él
también vio cómo disparaban a Ethan, ¿acaso sabía algo de ello? ¿Y el rayo
púrpura? ¿Lo había visto alguna vez antes? ¿Qué escondía? Porque estaba segura
de que se estaba guardando algo para sí.
Volví la cabeza en su dirección y advertí que estaba trasteando su
móvil. Se veía realmente guapo. «Perfección» era quizás la palabra que lo
definía. Sus músculos se movían bajo su piel con cada movimiento. De súbito se
levantó y desapareció detrás de la puerta del cuarto de baño que había enfrente
nuestro.
Alguien muy sofocado entró por las puertas. Era mi padre. La vena
de la frente la tenía algo hinchada cuando se acercó a mí.
—¿Estás bien? —Asentí—. ¡Tendrás que explicarme cómo ha explotado
el Tesla que te compré hace menos de dos años! —Ni yo lo sabía—. Anda,
vayámonos que es muy tarde.
Me disponía a salir por la puerta cuando casi lo olvidaba. Elliot.
—Espera, papá. —Me aproximé a la puerta del cuarto de baño y di
unos golpes con los nudillos—. ¿Elliot? —Nadie respondió—. Mi padre ha venido.
—Abrí la puerta poco a poco—. ¿Quieres que…?
Pero el baño estaba vacío.
CAPÍTULO 2
▪
La última vez que estuve castigada me
perdí uno de los acontecimientos más importantes del año 2032. Un enorme
meteorito se aproximaba a la Tierra. La NASA calculó que tenía un diámetro de
veinte metros y que no suponía un gran riesgo, salvo por su candente corteza
pedregosa. Se estimaba que caería sobre el océano Atlántico, pero finalmente se
acercó tanto a Estados Unidos que toda Nueva Jersey corría peligro.
El cielo
estuvo iluminado por el destello y desde mi jardín pude observar cómo la estela
se apagaba a medida que se acercaba al océano y cómo unas chispitas rocosas se
desprendían por el ocaso. Fue a finales de enero, un viernes noche. Susan me
había intentado convencer de que me escapara por la ventana de mi habitación.
No era una cosa que no hubiera hecho nunca porque de hecho han sido varias las
veces que he saltado al tejado del porche trasero, me he deslizado por él y he
llegado a bajar de un salto sin romperme nada.
Los telescopios captaron la ardiente bola que caía a una velocidad
sorprendente. Yo misma escuché el murmullo de su paso por la atmósfera. Podría
haber alcanzado unos ochocientos kilómetros por hora y lo más curioso es que
pudo verse desde la playa la gran ola que originó al otro lado de la isla.
Cuando todo pasó, encontraron restos metálicos en el mar y se percataron por
primera vez en la historia de que el meteorito no era macizo, sino hueco. La
velocidad disminuyó conforme la corteza se fue desintegrando en varios trozos
y, aun así, su entrada al océano fue brusca.
De todo ello, lo que más incógnitas dejó
fueron las especulaciones sobre que se trataba de una nave extraterrestre o los
restos de la cabina del Ares 9 por la forma en que podían haber estado
distribuidas las cavidades interiores. Una cosa estaba clara: no se trataba de
basura espacial. Un estudio
reveló que el meteorito provenía de los alrededores de Marte, lo cual dejó
muchas más preguntas y no sólo por eso, sino porque no se tenía constancia de
su llegada hasta su avistamiento en la zona.
Los
tripulantes del Ares 9 desaparecieron en el espacio, a unas semanas de su
puesta en órbita. Aquel día, el programa Ares decayó. Se había perdido una
quincena de vidas. Entre ellas, una persona cercana a mí… Muchos decían que
eran ellos los que cayeron aquella noche. Pero era imposible. Desaparecieron en
un segundo y no hubo rastro de ellos. Habían pasado nueve meses desde que se
les perdió por completo. No había que mentirse a una misma… No hubo señales de
ninguno de ellos después de la caída.
Por la
mañana me había despertado con la extraña impresión de haber soñado todo lo que
pasó la noche anterior desde que había aceptado ir con Susan a The Death’s
Ballad. Prácticamente me había pasado la madrugada llorando en silencio por
haber visto un asesinato a sangre fría y también porque nadie me creía. Estaba
sola en el asunto, ya que el tal Elliot había desaparecido.
En el
desayuno mi padre carraspeó y después me preguntó por el Tesla.
—¿Tienes
ya ganas de hablar de lo ocurrido anoche?
—Ya te lo
dije: algo sonaba mal, miré debajo del capó y vi que ardía. Me aparté
rápidamente y un momento después explotó.
—Eso no
tiene sentido —concluyó mi madre.
—Ya
—susurré.
—¿Qué
hacías allí? —Fruncí el ceño y mi padre repitió la pregunta—: Blair, ¿qué
hacías en Pinewald Keswick?
Demonios,
no había pensado que me traería problemas aquello, más de los que de por sí ya
tenía. Mis padres se comportaban como auténticos detectives profesionales. Sólo
les faltaba alumbrarme con una linterna en la penumbra.
—Blair,
¿estuviste con un chico? —inquirió mamá, toda conmocionada.
¡¡¿QUÉ?!!
¿Cómo había adivinado eso? Intenté disimular mi reacción de sorpresa, pero una
madre se da cuenta de todo y la mía, para colmo, gritó:
—¡Blair,
por el amor de Dios! ¿Qué estabas haciendo allí? ¿Quién era ese chico? Está
claro que si no es Justin Peterson me enfadaré. —Se cruzó de brazos cual niña
enfadada.
Justin
Peterson. Ese nombre me trajo un mal recuerdo. Justin, alías el Pardillo según
Susan, es mi vecino desde que nací, es el chico con el que jugaba en el jardín
de casa mientras nuestras madres planeaban nuestras vidas y nuestros padres
hablaban de negocios. Solíamos navegar en barco las tardes cálidas de las
vacaciones de primavera y casi todos los sábados del verano comíamos juntos.
Nuestros
padres son algo así como mejores amigos. No sé desde hace cuánto son vecinos,
pero sé que todo empezó cuando nuestras madres estaban embarazadas de Justin y
de mí. Supongo que vieron su pancita a la vez y se preguntaron «¿De cuánto
estás?». ¡Ambas estaban de las mismas semanas! De milagro no les dio por parir
el mismo día, pero casi, casi: nos llevamos dos días de diferencia. Justin
nació el 23 de agosto y yo el 21.
Prácticamente crecí con él y su hermano Gabe. Para ser sincera siempre he sido fan suya. A ambos nos encantaba la astronomía y en las noches en las que acontecían eventos asombrosos salía al jardín a reunirme con ellos, ya que Gabe tenía un telescopio. A Justin no le emocionaba tanto ver una superluna o una lluvia de estrellas y siempre acababa entrando en casa. Gabe es diez años mayor que nosotros, no obstante, nunca me importó. Para mí era como un hermano mayor. Estudió Ingeniería Aeroespacial en el MIT² y enseguida la NASA se percató de su potencial.
Él iba en
el Ares 9 cuando desapareció en el espacio.
Recuerdo
lo ilusionada que estaba con su logro. Era la primera vez que lo llamaba desde
que se mudó a Cambridge. Él solía venir una vez al mes a visitarnos. No tenía
la costumbre de hablar con él por el móvil, ya que antes vivíamos al lado. Él
estaba muy contento y se alegró de que lo llamara para felicitarle.
La última
vez que lo vimos fue en noviembre de 2030 cuando vino a despedirse de nosotros.
Era muy difícil decirle adiós. La misión que realizaría sería sobrevivir todo
el tiempo que fuera posible en Marte. Nuestro planeta comenzaba a fallar, lo
estábamos destruyendo. La última vez que lo vimos con vida fue en unas
grabaciones de las cabinas de dentro de la nave.
En las
noches que había espectáculos astrológicos y Gabe no estaba, le pedía a Justin
que me dejara el telescopio. Mi madre se alegraba mucho de que compartiéramos
aquellas veladas, aunque al final me quedaba yo sola con el mundo de más allá
de nuestra atmósfera. Desde que Gabe desapareció en una especie de agujero
(según dijeron, no se volvió a hablar del suceso), seguía yendo a casa de los
Peterson a pedir el telescopio de Gabe para sentarme en el jardín y recordarle
desde lo más lejano en lo que era el momento más preciado cuando estábamos
juntos.
La familia
Peterson quedó muy afectada ante la pérdida. Hacía menos de un año de aquello,
desde entonces sólo nos juntábamos con ellos en alguna que otra fecha señalada,
y por cortesía de ellos, pero sabíamos de sobra que sólo querían encerrarse en
su dolor. Mamá fue muchas veces a ver a Margaret e incluso mi padre salvó la
empresa del señor Peterson de la quiebra a principios de año. Justin se había
vuelto un chico muy solitario y, por más que intenté animarlo y pedirle
almorzar juntos, prefería hacerlo solo. Al final, lo dejé estar. Puede que me
hubiera equivocado rindiéndome con él o a lo mejor sólo necesitaba tiempo a
solas.
—Mamá, no
—sentencié.
—¿Tuviste
un accidente? Es eso seguro y fue cuando el coche ardió.
—Nunca he
tenido un accidente, —Eso no respaldaba nada, así que añadí—: quiero decir,
porque siempre voy muy pendiente de todo. Además, ¿piensas que querría
estrellar mi coche?
Mi madre
me dio la razón y todo quedó en que el coche había tenido un problema, aunque
seguía sin cuadrarles demasiado, sobre todo, por la zona en la que estaba. Mi
padre hizo un par de llamadas. Puso una reclamación en Tesla y dio parte a
comisaría. Esperaba que me dieran un coche nuevo sin tener que pagarlo porque
de lo contrario tendría que ir en autobús al instituto el resto del curso.
Estaba
aburrida, no tenía móvil para hablar con Susan y tampoco la dejaban visitarme
en mi castigo. Sentía mucha más curiosidad que la noche anterior de saber lo
que pasó entre ella y George. El recuerdo de aquella noche volvió a mi mente y
también todo lo que había ocurrido.
¿Quién era
Ethan y por qué le querían muerto? ¿Acaso todo fue obra de mi imaginación? Me
lamenté inútilmente de lo que había sucedido con Ethan mientras se me llenaban
los ojos de lágrimas. Si hubiera aceptado a que se viniera en mi coche desde un
primer momento quizás aún estaría vivo. ¡Dios, alguien había muerto delante de
mí y nadie me creía! ¿Y si tuve un accidente (como decía mi padre) y me golpeé
la cabeza? No, no concordaba. De ser así, me dolería o tendría una herida, pero
no era el caso. Además, ¿por qué mi cerebro reproduciría tal asesinato de
habérmelo imaginado? Había sucedido de verdad.
Por otro
lado, ¿quién era realmente Elliot, que parecía saber más de lo que decía?
Apareció como de la nada. No vi su coche ni siquiera antes de lo de Ethan y era
raro que haya ido a caminar por allí, además, me acompañó hasta comisaría y
después se esfumó en el baño. Inevitablemente no paré de pensar en él el resto
de la noche. Sus ojos estaban grabados en mi memoria como si los tuviera
enfrente. Por no hablar de que era imposible no evocar la imagen de su torso
desnudo. ¡Cómo era posible! Estaba segura de que se arrancó la camiseta a
propósito.
El domingo
se me pasó lento, tuve que hacer bastantes deberes que había dejado para último
momento. Me era imposible concentrarme. Lo único que rondaba mi cabeza era
Ethan y Elliot. Lo que sucedió en el cruce de Pinewald Keswick y la 530 no
podría olvidarlo. Necesitaba respuestas. Me iba a volver loca. De tener coche
volvería al cruce para buscar alguna pista de Ethan. Regresé a Elliot: él sabía
algo y yo quería saber qué, sin embargo, ¿cómo lo encontraría? Se había
largado.
El lunes
me levanté más temprano de lo habitual para poder coger el autobús al final de
la calle. Ya intenté que mis padres me llevaran a clase, pero según ellos lo de
no tener coche seguía siendo culpa mía.
—Que
tengas un buen viaje, cariño —dijeron al unísono mis padres.
Me despedí
con un resoplido. Lo hacían a posta. Anduve por la calle hasta el inicio de
ésta y esperé en el banco al autobús. Miré el reloj: las siete y media. Me
quejé. A esa hora era a la que solía levantarme yendo en mi coche. El tiempo
pasaba y más me desesperaba. No recordaba a la hora que tenía que pasar
exactamente, no obstante, estaba segura de que era a las siete menos veinte.
¡Eran ya menos diez! Gruñí en voz alta.
En ese
instante tenía claro que el autobús había dejado de pasar por esa zona.
El coche
de mis padres pasó delante de mí y con mi madre de copiloto. Me pitaron y lo
que ellos creyeron que era un saludo era mi petición de auxilio. Se marcharon
riendo. ¡Por favor! Acto seguido, pasó la moto de Justin Peterson. Sí, tiene
una moto. Era la que tenía Gabe y ahora la usaba él. Una Harley-Davidson
eléctrica negra y dorada, un modelo exclusivo. Paró delante de mí y me tendió
un casco integral a juego con el carenado de la Harley.
—He visto
que salías andando y supuse que cogerías el bus. ¿Es cierto que tu Tesla se
quemó?
Ya había
ido mi madre a contarle los chismes a Margaret. Asentí, cogiendo el casco.
—Supongo
que el autobús ya no pasa por aquí.
—Dejó de
hacerlo el año pasado. Nadie del barrio se inscribió.
Genial. Mi
madre me había dicho de ir en bus sin haberme inscrito. «Oh, ahora lo
entiendo». Se lo contó a Margaret para que Justin viniera a por mí esa mañana.
Sabía perfectamente que el autobús no pasaba por allí. Todo fue un complot.
Me subí a
la moto y tuve que agarrarme a la cintura de Justin. Nunca había deseado tanto
llegar al instituto, lo juro. Estaba muy enfadada. Me costaba creer que mi
madre aún siguiera queriendo que saliera con él. ¿Por qué tuvimos que nacer
casi a la vez?
Aparcó la
Harley en el aparcamiento para motos de la entrada. Me bajé incluso antes de
que parara el motor. Cuando se apeó, le di el casco y las gracias. Antes de que
me fuera del todo, hizo algo que jamás pensé que llegaría a ocurrir:
—¿Puedo
invitarte a una cena?
Fruncí el
ceño y me volteé hacia él.
—¿Puedes
repetir eso?
—Te estoy
pidiendo que cenes conmigo, a solas.
«A solas».
Aquellas dos palabras me pusieron los pelos de punta. Me quedé paralizada,
buscando alguna excusa. Sin embargo, no podía ponerle excusas. Mi madre siempre
me lo estaba advirtiendo y yo no quería que él se sintiera más solo aún.
—No es una
cita, ¿verdad?
Lo
pregunté sólo para asegurarme, aunque ya estaba segura de que su madre le había
comido el coco.
—Sí, sí
que lo es. ¿El viernes te parece bien?
Por una
vez en mi vida el castigo me beneficiaría.
—Oh, vaya.
No puedo. Estoy castigada.
Sonó a
pena sincera, o eso esperaba.
—¿Estás
castigada? ¿Por qué?
—Porque
quemé el Tesla, quemé mi móvil y monté supuestamente —Era verdad, pero yo tenía
que seguir mintiendo para no parecer una loca— a un chico… Demasiadas cosas.
—¿Montaste
a un chico? ¡Por Dios, Blair, tan sólo tienes diecisiete años!
La cara se
me puso roja como un tomate. Justin lo había entendido mal, muy mal.
—¡No! Me
refería a que lo monté en mi coche —aclaré con la voz apagándoseme y moviendo
los brazos.
Él se puso
algo colorado y se rascó la nuca. Respiró hondo.
—O sea que
lo montaste de verdad en tu coche —puntualizó al tiempo que estrechaba sus ojos
castaños.
Dejé
escapar el aire pesadamente. No había entendido del todo el tono en el que lo
había mencionado… ¿Se burlaba de mí?
—Hasta
luego.
Di media
vuelta y entré en el instituto. Me encontré con Susan en las taquillas. Nos
pusimos al día con nuestros agitados fines de semana, sólo que yo resumí el mío
diciendo que había llevado a un chico llamado Elliot en el coche cuando era
mentira. Entonces, le expliqué el motivo de mi castigo.
—¡Blair,
¿has quemado tu coche?! —gritó en el pasillo.
Otra vez
me puse colorada. ¡Está bien! ¡Basta ya! Todos nos miraron, pero sobre todo a
mí. Metí la cabeza en la taquilla. Tenía ganas de golpearme la cara. Cuando
todos siguieron su camino, salí de mi escondite y le expliqué de nuevo a Susan
todo lo que había pasado supuestamente.
Al fin,
llegó la parte de la ruptura de George con Samantha.
—Madre
mía, —Se puso las manos a ambos lados de la cara y suspiró—: no me lo creo ni
yo. Estaba buscándolo y los vi al lado de las puertas del baño. Samantha me
señaló y me acusó de ser la culpable. ¿Te lo puedes creer?
Ahogué un
pequeño grito.
—¿En
serio?
Susan
asintió con la cabeza.
—Lo mejor
fue que George me defendió y le pidió que no me metiera en eso. Me quedé de
piedra y, mientras seguían echándose mierda el uno al otro, me metí en el baño.
Y no por nada, sino porque me iba a empezar a reír en la cara de Sam.
Ambas nos
reímos por lo bajo.
—Cuando
salí, Sam se me tiró encima prácticamente y le metí una buena bofetada para
quitarla de en medio. —Me pregunté si no estaba siendo demasiado exagerada
contándolo—. George me ayudó, me preguntó cómo estaba y me dijo que lo sentía.
Sam se fue con sus amigas para que la consolaran y yo me quedé con él. Ahí fue
cuando me preguntó si quería que me llevara a casa y no pude negarme. De
verdad, el viaje fue un paraíso. Estuvimos hablando y me contó por qué habían
roto. Notición: Samantha le ha puesto los cuernos.
—¿Qué
dices? ¿Con quién? —Me tapé la boca, asombrada. Me hubiera esperado cualquier
cosa menos eso.
Se acercó
a mi oído.
—Se llama
Peter y va a la universidad —musitó.
—¡Flipo!
—exclamé en voz baja.
—¡Ya ves,
tía! —susurró—. Pobre George.
El timbre
de clase sonó y nos apuramos para llegar al aula. Cada una tiramos para un lado
del pasillo. De camino al ala norte, vi a Samantha hablando con George. Los
observé detenidamente mientras pasaba por su lado. Sam me echó una mirada de
odio brutal, como si yo fuera lo más tóxico del instituto. ¡Será creída!
George, que estaba de espaldas a mí, tenía la mano en la frente como harto de
la situación. Me di prisa por llegar a las escaleras y desaparecer.
Las clases
pasaron lentas hasta la hora del almuerzo. En ella, debatimos con un amigo
nuestro llamado Michael sobre los coches eléctricos. Todo ello salió por la
explosión de mi Tesla. Lo que no sabía nadie más que Elliot y yo era que unos
hombres le prendieron fuego para borrar sus huellas. Como no era suficiente ya
con quitarle la vida a alguien…
Recordar a
Ethan hizo que el corazón se me resquebrajara. ¿Dónde estaría ahora? Temía la
respuesta. Si había algo a lo que la ciencia aún no había dado respuesta era
esto: ¿a dónde vamos cuando morimos? Tenía cierta esperanza de que la muerte
fuera algo así como la separación del cuerpo y el alma. Pero ¿qué es
exactamente el alma?
—Tierra
llamando a Blair.
Salí de mi
cabeza de golpe. Me disculpé y continuamos hablando.
Michael
era el chico de nuestro diminuto grupo en el instituto. Gracias a él no nos
sentíamos tan solas. Lo conocimos en clase de Química el año pasado. Es un
cerebrito y muy simpático, enseguida las dos conectamos con él. Normalmente se
va con su grupo de amigos: unos pandilleros del norte de la ciudad que visten
de una manera muy peculiar; y a nosotras nos visita unas dos o tres veces por
semana.
—¡Blair!
Tu Tesla es noticia estatal.
Susan me
enseñó en su tableta el periódico digital de Nueva Jersey.
Un Tesla
ardió en el municipio de Berkeley este viernes noche. Aún se desconocen las
causas del incidente y por suerte no hay heridos de ningún tipo. A esperas de
una respuesta, el padre de la joven que lo conducía ha denunciado a la
multinacional Tesla.
En la
diminuta noticia, aparecía una foto de mi precioso coche azulado calcinándose
con varios operarios del cuerpo de bomberos apagando las últimas llamas. El
título era: «Tesla arde».
No me lo
podía creer. Qué vergüenza tuve. ¿Cómo había permitido mi padre que aquello
saliera en el periódico estatal?
—Aparta
eso de mi vista, sólo falta que me saquen en la televisión.
—Seguro
que toda Berkeley ya sabe que fue tu coche. Pocos tienen un color azul tan
asqueroso —bromeó mi mejor amiga.
—¿Perdón?
Es el color del cielo, no hay nada más precioso que eso.
Reímos
entre carcajadas los tres. La noticia del incendio estaba en un lateral,
mientras que había otra, de mayor tamaño y que estaba calificada como noticia
principal que se titulaba «Vertidos de amoniaco al mar». «Nuevamente, nos
cargamos el planeta», fue lo primero que pensé. Ojeé las demás noticias en
busca de alguna sospecha de asesinato, pero no vi nada. Como si me lo hubiera
imaginado todo.
Iba a
clase de Física, mientras que Susan iba a Biología. Ella aún no tenía claro lo
que estudiar, pero le apasionan las plantas. Yo, por el contrario, amo la
física. Todo aquello que me rodea tiene una respuesta científica y para calmar
mi curiosidad no hay nada mejor que el saber de la física. Además, la
astronomía me fascina.
Entré a
clase puntual y me senté en mi sitio de siempre, en primera fila. La clase
empezó y estuvimos viendo la última unidad del temario: física moderna, y con
ella, la teoría de la relatividad. La profesora Jules Smith nos explicó quiénes
unificaron esa teoría y en qué consistía. Se trata del movimiento de los
cuerpos sin las fuerzas gravitatorias. En ella se desmiente lo que pensaba
Newton sobre el tiempo. No es algo absoluto, sino relativo.
—Por
ejemplo, el envejecimiento es más lento fuera de la Tierra. La paradoja de los
gemelos es un experimento que analiza el paso del tiempo en dos gemelos. El que
se queda en la Tierra envejecerá más rápidamente que el que viaja por el
espacio a gran velocidad.
»Según la
relatividad, no sólo existen tres dimensiones, sino que hay una cuarta que es
el tiempo. Porque, como ya he dicho antes, el tiempo cambia. No es igual para
todos. Imaginemos que tenemos una nave en la que hay un astronauta y situamos
aquí a una persona. Si la nave lleva una velocidad distinta a la que gira la
Tierra, el tiempo será diferente para ambos observadores. Si un objeto pasara
entre la nave y la Tierra, los dos harían unas mediciones diferentes de su
longitud y del tiempo que tarda en pasar. Esto último nos dice que tanto el
tiempo como el espacio son relativos.
Me esforcé
por hacer unos apuntes limpios, no obstante, acabé haciendo dibujitos de
astronautas mientras explicaba al lado con palabras lo que significaba. Sin
venir al tema, pero sí a Einstein, la profesora habló sobre otros aspectos como
las ecuaciones del campo de éste, los agujeros negros y el horizonte de
sucesos.
—Pero eso
ya lo estudiaréis en la universidad.
Se notaba que le encantaba el científico y de haber vivido en esa época habría recorrido el mundo entero sólo para charlar de física con él cinco minutos. Finalmente, la clase acabó con la fórmula de Einstein escrita en la pizarra: E=mc².
Ya había
oído antes la teoría de la relatividad, pero nunca me la habían explicado.
Entendí a la perfección todo lo que había dicho la profesora Smith. Sin
embargo, al final de la mañana yo misma había creado dudas en mi cabeza.
¿Quiere decir que si un agujero se tragó la nave tiene que estar en alguna
parte? ¿Había ocurrido entonces como en un horizonte de sucesos? Sea como sea
la nave tuvo que acabar en algún sitio, no era posible que dejara de ocupar un
espacio en el universo sin más. Algo había ocurrido y por más que buscara en
Internet a la hora de la comida, seguía sin haber una explicación a lo ocurrido
el veintitrés de abril del año pasado.
Salí del
instituto con la cabeza a punto de explotar. Necesitaba relajarme. Iba a llamar
a mi padre. Genial: no tenía móvil.
Acepté sin
más remedio mi única opción: caminar. Podría haberme vuelto con Justin o Susan,
pero ellos salían más temprano los lunes y ya se habrían marchado.
Anduve por
varias calles camino a casa hasta que me entró hambre. Aún me quedaba para
llegar, así que entré a la tienda de la estación de recarga y gasolinera que
había a mi derecha. La puerta sonó al entrar. Cogí una bolsa de patatas fritas
y cuando fui a pagar, me di cuenta de que no había dependiente.
—¿Hola?
Nadie
respondió y escuché un ruido en la entrada. Me volteé y vi a Elliot entrar. Un
escalofrío me recorrió la piel. Iba a preguntarle qué hacía allí cuando se
llevó un dedo a los labios. Lo miré absorta cómo caminaba hasta el interior del
local. Le seguí a paso silencioso hasta la cortina de hilos con piezas de
madera que daba trastienda. Me detuvo con la mano y me quedé paralizada ante su
tacto. Se adentró en el almacén y tuve ganas de llamar a la policía, pero de
nuevo me encontraba sin móvil cuando más lo necesitaba.
Elliot no
volvía y eso sólo significaba problemas. Era como si un sexto sentido me lo
dijese. Atravesé la cortina generando pequeños chasquidos a mi espalda. A la
derecha había unas escaleras y a la izquierda se encontraba el almacén repleto
de cajas. Eché un ojo al almacén y me vi tentada de subir.
Las
escaleras se me hicieron eternas mientras pensaba lo que podría encontrarme.
¿Por qué había subido? Doblé por el descansillo y vi una puerta entreabierta en
lo alto. Cuando la hube alcanzado, se me pusieron los pelos de punta al
observar un charco de sangre. Miré a los alrededores, angustiada, y retrocedí
un paso. Una mano me rozó el hombro y chillé.
—Soy yo.
Vámonos.
La abrí
poco a poco, cerrando los ojos cuando comenzó a chirriar. Los abrí cuando ya se
podía pasar y ahogué un grito. Un hombre de unos cincuenta años, con barba
larga y canosa, yacía sin vida en el suelo.
Elliot me
volteó bruscamente.
—Vámonos
—repitió.
—¿Qué? No,
tenemos que llamar a la policía. Es un asesinato.
No dijo
nada y me agarró de la mano para después sacarme del local por la puerta de
detrás. Quería decirle que me dejara, que tenía que llamar a la policía, sin
embargo, me vi irremediablemente atraída a ir con él. Salimos de la parcela y
nos metimos tras unos árboles. No me di cuenta de qué estaba haciendo hasta que
salí de mi mente. Elliot se había subido a una scooter desgastada de
color verde moco. Me tendió su casco.
—No pienso
subirme ahí.
De verdad
que tenía pinta de que se iba a romper con el peso de ambos.
—No era
una pregunta. —Arrancó el aparato.
Me volvió
a acercar el único casco y lo cogí de mala gana. No quería ir con él, pero
tampoco quería andar hasta casa. Me quedaba una media hora para llegar. Me
abroché el medio huevo y me senté detrás de él a horcajadas sobre el asiento
desgarrado de piel marrón. Aceleró y me vi obligada a sujetarme en su cintura.
«Oh, venga, Blair, si lo estabas deseando», me susurraba el subconsciente. Lo
acallé en todo que salimos a la carretera y nos mezclamos entre los coches.
En el
primer semáforo, estallé a preguntas:
—¿Cómo me
has encontrado?
Se puso en
verde y aceleró.
—¿Me oyes?
¿Cómo sabías que estaba en la tienda?
Se metió
por una calle a la derecha al cabo de dos minutos.
—¿Adónde
vamos? Vivo más adelante, en Anchorage.
La
espesura de Potters Creek nos envolvió. Torció a la izquierda y se metió en un
camino de tierra. Paró la moto en mitad del trayecto.
—¿Qué
hacemos aquí?
—Bájate,
anda.
—¿Me vas a
abandonar aquí? ¿No era suficiente con dejarme en la tienda?
Elliot
cerró los ojos, agotado.
—¿Nunca te
han dicho que haces demasiadas pre…?
Lo empujé
antes de que terminara la frase.
—Estoy
cansada de todo esto, ¿vas a decirme algo?
Se masajeó
el hombro para después suspirar.
—¿Cómo se
puede ser tan imprudente? ¿Entrar a una tienda donde han asesinado a un tío?
Imagínate que el asesino estuviese allí. Haces que pierda la paciencia.
Reí sin
ganas.
—¿Sabes
qué? Ya somos dos. Tú también haces que pierda la paciencia. ¿Se puede saber
por qué me has traído aquí?
Se formó
un silencio. Pensé en lo que pasó la otra noche y también en que en verdad
quería volver a verle, aunque me sacara de quicio y hubiera mentido a la
policía. Él tenía las respuestas que necesitaba para resolver el asesinato y
dormir tranquila.
Vislumbré
su figura. Tenía los músculos de la cara relajados y una pequeña sonrisa en los
labios. Sus ojos lucían más claros de lo normal justo en ese momento que lo
había visto a la luz del día. Eran castaños como los troncos de los árboles que
nos rodeaban. Llevaba una camiseta de manga corta de color gris y unos
pantalones de chándal negros de marca. Supongo que se compró la ropa y después
la moto.
—Eres algo
así como un imán de las situaciones peligrosas, Blair.
«Blair».
Mi nombre me despertó. Algo no me cuadraba. Yo nunca le había dicho mi nombre,
estaba completamente segura. Se me erizó el vello y retrocedí un paso.
—¿Cómo
sabes mi nombre?
Los
nervios se propagaron bajo mi piel y la sangre corrió por mis venas, pero más
corrí yo por el camino donde habíamos venido. Elliot me persiguió y me atrapó
con los brazos en cinco segundos.
—¡Suéltame!
Me soltó y
le encaré, miedosa. Sentí el latido de mi corazón en la garganta. La expresión
que puso Elliot era indescifrable. La necesidad de saber los porqués me mataba
y puede que acabara matándome en sentido literal. Permanecí inmóvil por mucho
que mi lado superviviente quisiera huir.
—¿Qué es
lo que quieres? —me atreví a preguntarle.
No
respondió. Supongo que lo que más me incitaba a seguir allí no era mi instinto
curioso, sino él. Su perfección ocultaba algo, algo gordo.
—¿Nunca
vas a responder a mis preguntas?
Continuó
mirándome con la cara inexpresiva.
—Lo siento
—dijo al fin y bajó los hombros. No había reparado en que estaba en tensión.
Lo miré,
ceñuda, pero entendí a lo que se refería.
—Podrías empezar
respondiéndome.
—Nunca te
rindes, ¿no?
Negué con
la cabeza y él se rio un poco sin siquiera torcer los labios. Después, mantuvo
su semblante serio.
—¿Qué
quieres saber?
—¿Quién
eres? —Fue lo primero que se me ocurrió. Y, además, era lo primero que me había
preguntado sobre él cuando lo vi por primera vez.
—Soy
Elliot.
—No,
quiero decir ¿por qué…? ¿Por qué sabes mi nombre?
Tenía un
nudo en la garganta y las palabras se me amontonaban queriendo salir. Se lo
pensó antes de responder. Era obvio que su respuesta no era buena.
—Eso no te
lo puedo responder.
Sus
palabras me enfurecieron.
—¿Cómo que
no? ¿De dónde lo sacas? ¿Acaso me espías? Has dicho que responderías a mis
preguntas.
—Tienes
demasiadas preguntas como para que te las conteste todas. Tendrás que elegir.
Puedes hacerme un máximo de tres y, dado que ya he respondido una, te quedan
dos.
Abrí la
boca.
—Eso no es
justo.
—Es lo que
hay. ¿Lo tomas o lo dejas?
Me devané
los sesos. Tenía tantas preguntas que no acabaría nunca de respondérmelas.
Había demasiado que no sabía de él. No sabía cómo me encontró esa noche, qué
hacía allí, cómo había llegado hasta la tienda donde yo estaba, qué sabía sobre
lo que le pasó a Ethan, qué sabía acerca de mí… Decidí que lo que más calmaría
mis dudas serían las preguntas sobre el sábado noche, así que disparé:
—¿Qué le
pasó a Ethan?
—Créeme
que, si supiera lo que le pasó, te lo diría.
Resoplé.
—No te
creo. ¿Sabes por qué lo perseguían?
Entonces,
el que dio un resoplido fue él.
—¿Por qué
me haces preguntas que no debería responder? —resaltó el «no» con un tono más
alto.
Esa
pregunta me daba una respuesta: sí sabía por qué lo perseguían. Lo que parecía
no saber de verdad era lo que le pasó a Ethan, aunque me daba que él sí
encontraba explicación a los hechos, pero no a los porqués. Después de haber
visto lo que yo, reaccionó como si Ethan no acabara de morir unos instantes
antes. «Morir». Esa palabra me retumbó en la cabeza. No podía creer que
estuviese muerto. Cerré los ojos con fuerza ante el recuerdo de lo que pasó.
—No estás
preparada para esto —musitó. Había escuchado sus palabras demasiado cerca de
mí.
Abrí los
ojos. No estaba enfrente de mí, sino a mi lado, en mi oído. Pegué un brinco y
me aparté de él. Lucía un aspecto somnoliento. Sus ojos estaban ligeramente
entornados y me miraban con paciencia y quizás… ¿ternura?
—¿Y cómo
sabes que no estoy preparada? —susurré yo también.
—Sólo te
lo diré si es estrictamente necesario. Te queda una pregunta y cinco minutos.
—Espera,
¿qué?
No
respondió. ¿Qué podía preguntarle para irme a casa tranquila? Miré el cielo y
descubrí que enseguida comenzaría a atardecer. ¿Cuánto tiempo llevábamos allí?
Debían de ser las seis.
—Está
bien. ¿Qué quieres de mí?
No
esperaba que aquella pregunta saliera de mí, pero en cuánto lo hizo supe que
sin ella no podría dormir esa noche. Estaba segura de que me había seguido al
salir del instituto.
—No quiero
nada de ti.
Su respuesta me dejó KO³ y sentí cómo algo se rompía en alguna parte de mi corazón. Sus ojos se pusieron oscuros al decir aquellas palabras que para él parecían ser sencillas, pero para mí eran todo lo contrario: algo complicado las unía y las envolvía de manera sutil.
—¿Qué? ¿Y
por qué no dejas de aparecer?
—No se
admiten más preguntas. Me tengo que ir.
Dio media
vuelta y, con agilidad, se subió en la scooter. La arrancó antes de
darme el casco.
—¿Vives en
Anchorage?
Asentí y
me subí detrás de él. El camino a mi casa fue tranquilo. Las preguntas de mi
cabeza me dieron un respiro y cuando llegamos a mi calle, se la señalé para que
detuviera el vehículo. Frenó y tardé unos segundos en bajar. Le devolví el
casco, y enseguida se lo colocó.
—Gracias
por traerme —le agradecí con voz tenue.
Con un
rápido movimiento su mano estaba muy próxima a mi rostro. Sentí que todo me
flojeaba y que su tacto me transmitía un fino cosquilleo por todo el cuerpo.
Subí la mirada hasta sus ojos, más oscuros al atardecer. Como si no hubiera
sucedido nada, apartó la mano y con un movimiento de puño se alejó a toda
leche.
Permanecí
en la acera del camino principal durante más de cinco minutos como si fuese una
estatua. Al final, respiré hondo y terminé el camino secundario hasta casa
recorriendo los últimos metros hasta la entrada del jardín de los Peterson. Se
me encogió el corazón de nuevo. Entré en casa. Todavía no había nadie y subí a
mi habitación con el corazón latiéndome demasiado rápido, porque no se me iba
la sensación de que la mano de Elliot aún seguía sobre mi piel.
Me
desplomé sobre la cama y, sin saber muy bien por qué, le sonreí al techo.
CAPÍTULO 3
GABE
▪
Facultad
de Medicina de la Universidad de Cornell, Estados Unidos.
3
de diciembre, 2030.
El profesor nos estaba explicando las diferentes intervenciones a las que nos veríamos expuestos cada uno de nosotros. Entre ellas, estaba el ADN de los tardígrados, la adición de células madre artificiales y otros proyectos que no alcanzaba a entender. Nos acababa de contar lo del experimento de los gemelos de la NASA y el cómo había afectado la radiación al gemelo que había estado en el espacio.
Las cosas avanzaban bastante bien y tenía muchas ganas de
emprender la aventura de mi vida. Había estado soñando con pisar Marte desde
hacía varios años. El proyecto Ares había sido prácticamente mi día y noche.
Era la única meta a la que le había puesto un ojo en la diana y estaba a punto
de disparar. Quedaba el último paso: la modificación genética. Era una mejora
del ser humano a nivel celular. Había sido delicadamente diseñada para que
nuestro sistema nervioso fuera capaz de enviar una respuesta rápida ante la
exposición de radiación y así permitir una continua protección de todas las
células, gracias a la proteína de supresión de daños derivada del estudio de
los tardígrados.
Ninguno de los presentes preguntó si se había probado antes en
humanos, aunque estaba seguro de que la cuestión rondaba nuestras cabezas. En
sí la modificación no era fácil de asumir. Quizás nada de aquello lo era.
Seríamos los primeros en pisar un planeta que prácticamente desconocíamos.
Supongo que había demasiadas cosas en las que pensar y ya dejaban de importar.
Muchos científicos de todo el mundo estaban completamente seguros
de que aquella misión era un absoluto suicidio. Nosotros sabíamos que las
probabilidades de sobrevivir aún estaban por verse, pero no nos engañemos: eran
bajas.
El planeta rojo tiene una atmósfera delgada compuesta
principalmente por dióxido de carbono. La temperatura media allí ronda los
cuarenta bajo cero. Su gravedad en la superficie es menos de la mitad de la
nuestra. El agua líquida como tal no existe porque la presión atmosférica es
demasiado baja, salvo en zonas depresivas durante cortos periodos de tiempo. El
objetivo principal era encontrar cuevas que nos ayudaran ya no solo como
refugio sino para evitar esas altas cargas de radiación tan características de
allí. Un sistema de cuevas sería el segundo paso para comenzar la colonia.
El primer paso era aterrizar sanos y salvos. El viaje de ida
duraba poco más de cinco meses. Llevaba bien el estar encerrado en un lugar
mucho tiempo. Para llegar a donde estaba me había pasado demasiado tiempo
estudiando en mi habitación sin salir, a no ser que fuera para comer. Después
de todo, el viaje no era más que el comienzo para todo lo que nos esperaba.
¿Qué encontraríamos allí? ¿Estaría todo completamente desierto como
esperábamos?
Tres
semanas después de la intervención.
Creo que nadie sabía muy bien qué pasaría, pero ya estaba todo en marcha. En una semana despegaría la nave. Estaba muy nervioso y ya era normal tomar un par de tilas al día. No tenía miedo, en absoluto; sin embargo, estaba ansioso por descubrir el futuro que se sobrevenía.
Estaba solo en el gimnasio, procurando soltar todos esos nervios
en el pequeño saco de boxeo. No era fan de ese deporte por lo violento que me
parecía, sin embargo, con él conseguía desatarme del estrés y liberar una gran
cantidad de adrenalina. Un par de golpes laterales, un gancho fuerte al final.
Hacía tiempo que no boxeaba y me estaba viniendo muy bien. Otro golpe, vuelta a
la posición de guardia. El sudor empezaba a brotar cuanto más rápidos eran mis
reflejos para darle al saco en el momento exacto en que se me venía encima. Me
gustaba que no pesara demasiado para así poder mejorar mi capacidad de reacción
y conseguir volver a alejarlo. Al ser ligero se movía constantemente y me
obligaba a seguir dando puñetazos.
Bufé antes de volver al ataque de nuevo. De normal, el cansancio
se hacía notorio al pasar un buen rato sin detenerme, no obstante, esa vez era
diferente. Sentía una electricidad incipiente provenir de mi sistema que me
aportaba más energía e invisiblemente al cabo de un rato dejó de parecerme
virulento. Los ganchos eran increíblemente mejores con esa chispa que me
empujaba a seguir y seguir golpeando.
Una ira me recorrió las venas. Encharcaba todo a su paso, como un
camión en mitad de una tormenta. Dejé escapar otra vez el aire, pero más
fuerte, como un toro. De mí salió una interjección de pesar, pues aún quería
pegar más duro. Di un lateral y luego otro. El saco casi se desencajó del
sitio. Una vez más, con todo el ímpetu que me fue posible aportar. Volvió a
escaparse una fuerte exhalación cuando definitivamente pude pararme, en medio
de una infinita confusión.
¿Qué diantres había pasado?
Respiraba con dificultad. Entre el agotamiento y la perplejidad, me costaba procesar la situación. Fue como si, en vez de soltar la energía negativa, la usara para descargar más en el ejercicio. Aunque de esa manera, me había sentido demasiado incontrolable, como si ya no fuese dueño de mí mismo. Parpadeé. Puede que después de todo hubiera mejorado en boxeo.
«O puede que esto sea el inicio de algo mucho peor».
¹ Voz inglesa, que significa ‘nerdo, da’.
² Massachusetts Institute of Technology.
³ Sigla de la voz inglesa knockout, ‘nocaut’.
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